Hasta hace poco lo vieron en el mercado de Bazurto vendiendo jaulas para pájaros y trampas para ratones. Y como en Cartagena no dan vueltas para encontrar un apodo, cada vez que veían su figura flaca y desamparada llevando siempre un rollo de alambre, lo bautizaron como Alambrito. En verdad, Alfredo Piñeres, nacido un 17 de abril de hace 57 años en el barrio Escallón Villa de Cartagena, no precisa en qué momento empezó a pintar. Parte del año 2000 fecha de su primera exposición, pero ya en 1998 había sido escogido entre cuarenta participantes en la convocatoria del Salón de Arte Comunal Ecopetrol, con una pintura en la que aparecía un médico dándole de comer a dos recicladores. Es en ese año cuando empieza a mostrar tímidamente algunos de sus cuadros. Uno de ellos se convierte en la punta de lanza para que en definitiva cambie de profesión de hacedor de jaulas a las de pintor. Con la obra La felicidad que no llegó, conoció al curador del Museo de Arte Moderno de Cartagena, quien reconoció de inmediato su gran talento y le propuso que hiciera una serie para su primera exposición individual. Pensó en las 14 obras de la misericordia, para averiguar su hermano fue a la catedral donde el párroco y le enseñaron cuáles eran. Se dedicó entonces a producir las obras que le tomaron un año, para luego ser exhibidas en el museo el 16 de noviembre del año 2000. Alfredo es un caso excepcional en el arte de Cartagena y el país. Luego de sobrevivir haciendo jaulas y trampas, se le apareció Norma Uparella en el camino para proponerle que dejara los alambres y se dedicara a pintar. Le propuso incluso pagarle el valor semanal de las jaulas y las trampas, y comprarle lienzos y óleos y acrílicos con tal que no hiciera otra cosa sino pintar. Eso hizo. Aún se tropieza con dueños de colmenas en Bazurto que siguen preguntándole por sus jaulas y trampas y le dicen: “oye, estás perdido, alambrito”, y se encuentra incluso con gente que sabe muy bien que es uno de los más destacados y reconocidos artistas populares de Cartagena, y cometen la travesura de encargarle a estas alturas de su arte, una jaula. “Es la jaula del artista Alfredo Piñeres”. Qué perversa es la gente. Alfredo no sabe decir no y termina buscando su antiguo rollo de alambre para armar la jaula con la misma delicadeza con que ha hecho sus pinturas que han merecido ya premios nacionales como la del Salón de Arte Popular BAT y la inclusión en el libro de los mejores artistas populares de Colombia. Nada de eso le agrega un milímetro a su vocación congénita de ángel invisible. Parece que todo eso le está ocurriendo a otro Alfredo Piñeres que sale en los periódicos, que gana premios y figura ya en colecciones privadas e institucionales. Lo cierto es que su vocación por la pintura empezó mucho antes que el rollo de sus jaulas y trampas. El papá de Alfredo trabajaba en el Laboratorio Labec que estaba en el Pie de la Popa, y por esos aparentes casualidades de la vida, terminó vendiéndole medicinas al mismo Noé León, el gran pintor primitivista. Alfredo conoció la obra de Noé León cuando empezó a pintar. Fue a Barranquilla a una retrospectiva de Noé y le sorprendió un cuadro en el que aparecía un tigre perseguido por un cazador. Nunca se vieron, solo a través de la mirada de su padre, pero entre los dos hubo la complicidad de las escenas humanas cotidianas. Alfredo empezó pintando a los suyos: a María Paulina Herrera, su madre, y José Alejandro Piñeres, su padre, y a sus hermanos. “Soy el segundo de ocho hermanos. Un día mi papá llegó con una caja de pintura y mi hermano Moisés se la acabó toda. Me quedé con ganas de pintar. Más tarde, en el año 2000 hice mi primera exposición que llamé Dar de comer al hambriento. Eran catorce obras que llamaron la atención del curador del Museo de Arte Moderno, Eduardo Hernández y de Moraima Facio Lince”. Fue seleccionado y premiado en el Salón BAT y escogido en el Salón del BBVA con la obra “César, el todero”, en 2010. El Banco de la República de Bogotá le compró 9 obras. Participó en la exposición de arte latinoamericano en Guatemala. Y en la Casa Museo del Banco Nacional de Panamá. Y el día de su cumpleaños el 17 de abril le tienen una sorpresa nacional en Bogotá. Él se sonríe cuando le dicen Maestro. Lo es y él se ruboriza cuando preguntan por el Maestro Piñeres. No le gusta celebrar sus cumpleaños. Cuando niño hacía lo que todos los niños de barriada en Cartagena jugaban: perseguir lagartos, pájaros y conejos en los rastrojos y jugar al bate, al barrilete, al trompo y la bolita de uñita. Su maestra Cristina de Macías en la Escuela Andalucía del barrio Piedra de Bolívar, lo buscaba cada vez que tenía que pintar en el tablero, una vaca, una mata de maíz o algún retrato. En su pequeña y humilde escuela del barrio pasó alguna vez el general Simón Bolívar en uno de sus viajes a Cartagena. Sus pinturas son crónicas al lienzo en donde esos mismos niños juegan al bate y a la bolita de trapo, los mayores juegan dominó bajo los árboles, y la plaza discurre en su cotidianidad: el señor que está sentado en su mecedora en la puerta de su casa, la señora que vende sus fritos, el bus que pasa, el perro que husmea en la basura, el mendigo y el ciego, el usurero y el compasivo. Son retratos humanos y morales: la pobreza y la riqueza, la naturaleza, las virtudes y pecados sociales. Alfredo no habla, tiene las palabras contadas, lo acorrala su propia timidez y su silencio se ilumina cuando está ante el lienzo. Es impecable con las escenas que pinta. Cuando pasa por Bazurto no falta alguien que lo señala con cariño: “Allá va Alambrito”. Quién lo creyera. Ahora no lleva un rollo de alambre sino unos lienzos bajo el brazo. Un maestro que sin proponérselo, forma parte de la estirpe de Noé León o Marcial Alegría. Fuente: El Universal.