Cuando en 1830 se produjo la primera fractura de la Gran Colombia (luego vino la separación del actual Ecuador y, más tarde, la de Panamá) se esbozó una línea fronteriza, hoy todavía discutida, forzosa, irreal y de alguna manera anticultural. Para trazarla primaron intereses políticos y económicos.
No importo romper la unidad cultural llanera, de características idénticas a uno y otro lado del Arauca o producir un genocidio de derechos culturales en pueblos indígenas como los wayyú, cuyos miembros deben ser desde entonces colombianos o venezolanos. Se pisotearon, una vez más en la historia de la humanidad, los derechos humanos de los débiles en este caso, los criollos impusieron sus intereses sobre los pueblos indígenas.
Pero no sólo estas líneas fronterizas dañaron la unidad cultural de aquellos que durante centurias habían sido dueños de ese hábitat: también a la cultura criolla se le estableció una línea divisoria ilógica y, como tal, impracticable. De hecho los habitantes criollos y mestizos que habitan a uno y otro lado de la frontera, tachirense del lado venezolano, y santanderino del colombiano, participan de una misma cultura andina, que desde los días de la colonia se ha venido amansando y que en el siglo XIX terminó por definir sus rasgos locales y regionales.
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