Al recordar los años de mi infancia en San Martín, vuelve a mi memoria la imagen de mi abuela revolviendo miel y carbón en la paila en que secaba los granos de café para el tostado, con los que proparaba un extraño menjurge, oscuro y espeso, cuya textura probaba al untarlo en sus brazos. Eran las vísperas del 11 de noviembre.
Ante mis ojos se abría una escena alucinante: entrabán y salían palafreneros que llevaban de la rienda caballos adornados con toscos y bulliciosos collares de conchas de semillas; por los corredores, que rodeaban el patio de la casa, había un movimiento incesante de extraños personajes con el cuerpo cubierto de pieles de fieras y colmillos enormes que sobresalían de las bocas abiertas a cuchillo en las impresionantes máscaras confeccionadas con trozos de cuero.
Se acercaaban a mí para asustarme con serpientes vivas que llevaban enrrolladas en sus brazos y con los chillidos de los micos diminutos que se aferraban a sus hombros. En el fondo del corredor, la risa escandalosa de María de Jesús, mi abuela, mientras untaba su tintura negra en los retazos de brazos y pies que dejaban al descubierto los disfraces.
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